I

Mi particular forma de conseguir algo de dinero extra, en esa época estival que la gente normal dedica a teñir su melamina cutánea, se basa en la tradición que más tarde acabaría con la civilación, de aquella todavía inexsistente.
El trueque.
Sí, el trueque.
Cambio dinero por entradas en el cine.

Es un trabajo simple, que hasta un mono pequeño, confuso con el sabor a chocolate de un helado de vainilla, podría desempeñar sin dificultad añadida.
Y hay chuches a la venta.
Y cafeterías lo suficientemente cerca como para acercarme, saludar, cotillear, elegir, pedir, esperar, esperar, pagar, esperar, esperar y volver sin perder de vista a los animalillos de peluche que decoran mi puesto de trabajo.
Y puedo chillar sin alzar la voz.
Y me dejan llevar peircing.
Y cresta.
Y las caralladas son los jueves.
Y son apoteósicas.
Y la gente cotillea.
Y mucho.
Y si no se entera el boss salimos a fumar en grupo.
Y siempre hay riesgo de pérdida.
Y van 27 días en los que siempre ocurrió algo.
Y cada día aumenta mi bolsa-síndrome de diógenes.

No está nada mal para ser un trabajo de verano.



me[again]